Identidad




Es una lucha incesante
la que mantiene el periurbano
contra el tiempo
por sostener su identidad amenazada
en permanente cambio
y movimiento
a punto siempre
de alterar su forma
y transformarse en algo nuevo:
un circuito de golf para iniciados
una agencia de autos alemanes
otro barrio cerrado  
un vertedero
expresiones sustanciales
de un mercado vigoroso
en franco ascenso
que remata los campos
por porciones
con carteles de colores
que aseguran:
“gran oportunidad”
“excelente suelo”.

Es una lucha incesante
la que mantiene el periurbano
contra el dueño
de su destino de tierra a la deriva
siempre dócil
para el molde los sueños
de los iluminados
los especuladores
y los inversionistas
que aguardan a que el pueblo
se retire
extiendan unos metros
la autopista
y cuando llegue la hora
anuncien el banquete del progreso
mordiendo la pradera
con sus excavadoras.

Es una lucha incesante
la que mantiene el periurbano
contra aquellos
que ganaron la batalla
sin desmedro
del pellejo
y proyectan satisfechos
paraísos asequibles 
para un futuro sin techo
refugios indiscutibles
del sujeto 
hecho y derecho
y prometen
siempre prometen:
el campo
las plantas
las vaquitas
la vida sencilla
del hombre de pueblo.

En la ruta




Era un tipo encorvado
flaquísimo
y rengueaba de la pierna izquierda.
Tenía un puesto de bondiola
en la ruta 5
a la altura de Suipacha.

“¿Qué le sirvo, jefe?”

Paramos dos o tres veces
yendo de pasada a Chivilcoy
a buscar engranajes para revender
en Warnes.  

“En las buenas hay que ser prudente
y no cebarse demás
porque si te confiás
volás muy alto, ¿no?
demasiado alto volás
y cuando te sueltan la mano
-siempre algún hijo de puta te va a soltar la mano,
sabés-
te estrolás”.

El carro estaba debajo de unos eucaliptos
pero alguien los había podado
y el sol pegaba directo
sobre las chapas.

“Algo te rompés seguro
ni hablar
y a veces se puede
y otras no se puede arreglar
aunque después todos se compadezcan
cuando te vean llorar”.

Cortó un pedazo de carne
y lo empujó dentro del pan.
Después soltó una puteada por lo bajo
y regresó al mostrador arrastrando la pierna
agitado.

“Son treinta pesos,
gaucho;
ahí tenés criolla y chimichurri
si querés”.

Alergia




Otra vez con alergia.
Ayer fue un día raro:
que el sol
que el viento
que a la noche refresca
que la humedad.
Sobretodo eso:
la viscosidad.
Todo saturado
todo pegajoso.
todo residual.
Uno transpira enseguida
y claro
lo que se moja
tarde o temprano
tiende a secar.
Sobretodo si hay viento.
Viento fresco.
Viento escurridizo.
Viento primaveral.
Está limpiando
dice un vecino que pasa caminando en mangas de camisa
fuerte como un nogal.
Va a ser un día hermoso mañana
Mauro
vas a ver como limpia
repite y se va.
Pero a mi la humedad se me queda
se me mete adentro
parece que me quiere devorar.
Le pongo la queja a mi mujer.
Y bueno 
me dice
que le vas a hacer
así es este lugar:
un charco;
¿no es lo que todos dicen?
¿qué acá cuesta respirar?
Entonces busco el inhalador
agarro la pala
y vuelvo a inclinarme sobre la tierra:
hija de puta
no me vas a ganar.


Los médicos dicen que la alergia viene de otra parte:
cosas que no se dicen
cosas que no se hacen
cosas que se quedan como encerradas
sin expresar.
Yo no sé bien que pensar:
si es que no digo las cosas
no cuento lo que me pasa
o estoy acá cuando quiero estar allá.
Yo agarro la pala y le meto.
Y cavo
y cavo
y le meto un poco más.
Y de tanto cavar me transpiro.
Más con esta humedad.
Y después el sudor se me seca en la piel
y me corre una especie de escalofrío
como cuando miro el cielo
y me doy cuenta
que no hay final.


Otra vez con alergia.
Mejor dejo la pala
y me siento un rato a respirar.
Descansá un poco
me dice mi mujer.
Pará un poco que te va a hacer mal.
Y yo le hago caso.
Si ella me lo dice, por algo será.

Eramos nosotros



Se lo conté esta tardecita, mientras tomábamos un café con chocolate. “¿Sabés? Estas tacitas son muy especiales para mí”. Tomé un sorbo del café recién preparado mientras oía cómo llovía afuera. “¿Por qué?” Me preguntó sonriendo mientras podía ver en su gesto la satisfacción de beber algo calentito en un día como hoy. “Porque solamente hay dos y siempre las usamos cuando estamos solos, además sus colores se complementan, ¿Ves?”. Le señalé los colores blanco y verde de las tazas y cómo estos se alternaban en su fondo y los lunares. Me sentía muy feliz de haberle confiado ese secreto porque hacía mucho tiempo que sentía este cariño por ellas. Eran mi pequeño tesoro, y por eso las cuidaba porque para mí significaban mucho más que dos tazas. Éramos nosotros. 

Perfume a jazmín


La última noche de octubre, a vísperas de mi vigésimo séptimo cumpleaños, me duchaba con el sonido de los grillos que provenían de la ventana del jardín. El agua caliente en estos casos, funcionaba como una caricia constante que descendía sobre mi cuerpo y llegaba incluso a reconfortarme el alma. Lo necesitaba. Había pensado mucho sobre cómo mi vida había cambiado en este último año, en las cosas que me había propuesto con los brindis de enero y lo que aún me faltaba por hacer. “El año que viene va a ser un año interesante” pensé, mientras sonreía y acariciaba mi cuerpo con el jabón. Su perfume me daba esperanzas. 

Ejercicio Poético



Por Flor de Cardo.


I
Evaporarse en el closet
y hacerse vestido
para salir a jugar
como un niño marinero.

II
Que el tiempo no sea
más que estas cuatro estaciones
testigos de las flores
y de las manzanas que se pudren.

III
Dejar este cuerpo
lleno
de otros cuerpos cual parásitos
planchados y prolijos.

IV
Hervirnos las cabezas
en una cocina de antaño
y servirlas en porcelana
a Malinowsky y sus primitivos.

V
De las mangas de una camisa
que salgan batallas
de fragatas de papel
y milicias de plomo.

VI
Clavar el tejido hasta
que sangre el crochet
y garabatear al patriarca
que escupe mujeres
                  como fichas de dominó.

Como en Super 8


Por Flor de Cardo


Cuando pienso en esa época, ya no es en blanco y negro, es a color. Pero no de esos colores a los que estamos acostumbrados ahora, brillantes, indefinidamente numerosos. Son unos colores como vistos en un atardecer anaranjado en el que todo se tiñe de una luz que desdibuja límites más que precisarlos.
Tampoco son ya fotografías porque de los años anteriores quizás guardo imágenes más estáticas y hasta contradictorias entre sí, cada una de esas impresiones se explica por sí misma pero no puede enlazarse a la otra. Aparece una  foto en blanco y negro de mi vieja, mis hermanos y yo haciendo un pic-nic en una plaza porteña.  Ella con un poncho medio subversivo, contándonos unos cuentos infantiles inofensivos pero para entonces prohibidos, como La Torre de Cubos o La Planta de Bartolo. Tengo también una foto familiar en la cabeza yendo a ver un desfile militar, todos vestidos como de domingo con misa saludando a los castrenses como se saluda a un padre cuando se va a trabajar por la mañana: anhelando que no se vaya nunca.
Pero de los años siguientes, aparecen imágenes en movimiento. Como las películas super 8 que filmaba un tío y que hasta la adolescencia nos sentábamos a verlas algunos viernes después de cenar. Hace algunos años que ni sabemos dónde están guardadas.
Veo el barrio, éste donde me crié, con las mismas casas que fueron metamorfoseándose, creciendo y cambiando sus fachadas. Algunos lotes baldíos, que hoy son pura quimera. El asfalto, más nuevo y despoblado de autos. Nosotros jugando al fútbol en la calle, en la vereda, en el club de la esquina, en todos lados. Mi hermana saliendo con sus libros de francés y su pollera tableada, robándose las miradas de los pibes de la cuadra. A esa edad no se sabía si los amigos te querían por la pelota que te habían regalado en el último cumpleaños o porque tu hermana mayor había empezado a maquillarse y a usar polleras cortas.
Recuerdo esas meriendas de chocolatada fría y galletitas okebón, la radio en la cocina siempre prendida y mi madre medio a los gritos que nos llamaba siempre a la misma hora  para hacer la tarea y bañarnos.
Pero los sábados eran distintos, empezaban un poco más temprano, cuando la limpieza general y sus ruidos de enceradora nos sacaban de la cama. Era el día de Acción Católica.
En mi casa no éramos precisamente una familia religiosa, de esas en las que se reza todas las noches y los domingos la salida fija es la misa de la tardecita. Pero mis padres tenían en el espaldar de la cama un enorme rosario de madera con un cristo crucificado colgando, que yo miraba siempre medio de reojo porque me impresionaban sus manos sangrando.
Quizás lo más católico que tenía mi familia era eso de ser buenos amigos de familias religiosas o rotarias. Tal vez por eso, porque la mayoría de mis vecinos  y amigos iban los sábados a Acción Católica, es que yo, aun mirando de reojo el rosario, pedí que me dejaran ir también.
Habíamos vuelto al pueblo hacía apenas unos años, luego de vivir en Capital experimentado lo de ser nuevos porteños en dictadura. Acostumbrados  a los militares pidiendo documentos en cualquier colectivo, haciendo bajar a todo el mundo. Estábamos  acostumbrados a no parecer sospechosos, a comprar juguetes de guerra, mirar películas nacionales de conscriptos y reírnos con ellas, a cuidarnos. Esos años dejaron la sensación de que tenemos que cuidarnos de los otros, de  que todo aquel que no estuviera uniformado podía ser sospechoso. Entonces, si no había nadie uniformado en la familia, ostentar alguno entre los amigos daba cierta tranquilidad o prestigio y creo que lo mismo pasaba con la religión.
Estar nuevamente en el  pueblo se sentía como la libertad. Ya no teníamos que hacer pic-nics en plazas lejanas, podíamos jugar en la vereda con los vecinos y volver caminando desde la escuela.
Esa época coincidió con el final abrupto del combate en Malvinas, luego de las cartas de aliento que escribimos en la escuela para mandarle a los chicos que habían ido a la  guerra. Coincidió con la caída en picada de la falsa euforia nacionalista motivada ya desde el último mundial y con la venida del papa a nuestro país con toda la gente reunida en el boulevard de mi pueblo para verlo pasar. Pero la imagen más colorida es la vuelta de los adultos a las aulas para votar. Las imágenes de las boletas y de los papelitos panfletarios volando libres por el aire, tienen por primera vez un aroma a esperanza. Es triste pensar que el escenario donde se había desarrollado mi niñez hasta ese momento tenía más que ver con una película de suspenso que con un cuento de hadas. La violencia estaba acechándonos de alguna forma en cada lugar, el miedo estaba siempre presente, por sobre todo dentro de los adultos que nos cuidaban. Aunque no se hablara de ello en nuestra casa, todo ese miedo se respiraba.
Acción Católica era entonces un espacio al que ni mi madre ni mi padre me hubieran mandado obligadamente, pero al que no se opusieron porque estaba dentro de la normalidad de la época. Los pibes que querían jugar al fútbol los sábados a la mañana y dos veces al año irse de campamento, iban a Acción Católica.
Es probable que si contaba en mi casa sobre el funcionamiento de mandos tan similar al de la formación militar, con castigos parecidos a los que recibía por aquella época cualquier colimba, me hubieran prohibido seguir yendo, por eso todo se mantuvo en secreto.
Éramos de los más chicos, los más indefensos. Pero eran tales las ganas de jugar al fútbol, de tener un equipo, que nos bancábamos los malos tratos de los más grandes. Eran comunes los saltos en rana y tener que aplaudir cardos con la mano cuando hacíamos alguna macana. Después de algunas de las penitencias hacíamos un esfuerzo doble por demostrar nuestro interés en pertenecer al grupo. Llegamos a apropiarnos de esas canciones que cantaban los más grandes como demostración de la valentía en el potrero y en una especie de cruzada. Nosotros las cantábamos sin entender muy bien qué significaba lo que decíamos, sólo sabíamos que nos hacía más fuertes y poderosos que los demás. Es el día de hoy, que cuando por televisión miro alguna manifestación de jóvenes católicos pienso si todavía cantarán  eso de  Aquí  está la Legión / de la JAC/ la moderna cruzada/ Juvenil Escuadron que nació bajo el sol de la fe.
 A luchar sin temor/ por la patria a vivir de mañana/ A luchar con tesón/ por el triunfo de cristo su Rey.
Si muero en la batalla/ sin inclinar la frente/ al rayar la aurora triunfal/ será mi sueño realidad.
Con los años, fui cruzándome con ex correligionarios, algunos de mi edad, otros de los más grandes, de esos a los que obedecíamos. Todos tomamos rumbos muy distintos, pero  podría decir que ninguno siguió vinculado a la iglesia.
Varios de los más chiquitos esperamos para participar del campamento de verano y luego no fuimos más. En mi caso me incomodaba también que mi hermana participara del grupo para mujeres y que fuera acusada de cambiar demasiado de novio. Con el tiempo se deben haber dado cuenta de que eso de tener separados a niñas y niños, mujeres y hombres, más que mantener la castidad, aumentaba el deseo. Todos sabíamos que llegada cierta edad, si eras varón de la Industrial o de la Agraria, había que rondar cerca del colegio de las Hermanas. Era una especie de fórmula que difícilmente fallara.
Fui encontrándome, luego de varios años, con vendedores de seguros, empleados, docentes, algunos profesionales y hasta con un dirigente trotskista, que evidentemente entendió que la  liberación pasaría por otro lado y se puso entero al servicio de la Revolución. Nunca supe que fue de la vida de Marcos, quizás el más hostigado de todos. Es que él era dulce, hablaba despacio, siempre estaba prolijo y practicaba patín artístico. Corrían los primeros años de los ochenta y todos esos eran signos de ser puto. Tal vez Marcos lo era, pero en esos tiempos la mejor habilidad que podían tener los putos era saber ocultarlo bien, así, más o menos sobrevivían. Recuerdo que años más tarde vimos por primera vez Otra Historia de Amor, una película con Arturo Bonin y Mario Pasik. Yo era  casi un adolescente, pero en mi casa me hicieron  cambiar de canal apenas ellos dos se besaban. Otros compañeros de mi edad ni siquiera supieron de la existencia de esa película, para las familias seguía siendo más fácil de explicar los besos que se daban dos protagonistas heteros, previa fajada del tipo a la mina.
A Marcos le decíamos “Hermano Amor” y le cantábamos canticos especiales para denostarlo por su supuesta condición de homosexual. Repetíamos esos versos como los de las cruzadas, sin saber muy bien qué tan profundo podían marcarnos. Aun así, él insistía al igual que nosotros, en querer ser uno más, en permanecer en el equipo, en llegar al tan deseado campamento de verano.
Pero la pregunta que nunca me había hecho, y que recién después de muchos años, amores, viajes, después de haber terminado la facultad y hasta después de haberme recostado en un diván, decidí hacerme fue: ¿cuándo dejé de levantarme los sábados temprano para ir a Acción Católica?
 No es que me quitara el sueño la cuestión, pero esa parte de mi  infancia tiene el valor de ser una historia bastante secreta, algo de mi niñez que no ha sido narrado por mis padres, que permanece virgen de explicaciones adultas dentro de mi cabeza, lo cual es en sí mismo casi una excepción.
Hay uno de mis compañeros de aquellos años, Pablo, con el que seguí en contacto. Un pibe del barrio que vivía a una cuadra de mi casa. Jugábamos al fútbol, a la mancha, a la bolita. Después fuimos juntos a la secundaria y a pesar de que ambos siempre fuimos muy testarudos y por  eso, mucho tiempo no nos dimos bolilla, seguimos siendo amigos por casi treinta años. Como buenos cuarentones, nos juntamos desde hace una década una vez al mes con otros amigos, a comer asado y a repetir infinita cantidad de veces las mismas anécdotas, aportando alguna que otra vez un nuevo condimento para hacerlas sobrevivir otros tantos encuentros. A veces llevamos integrantes nuevos al grupo, como en La Cena de los Tontos, para llenar quizás ese vacío que tenemos los hombres a la hora de narrarnos en el presente. Vivimos de anécdotas y sino, de temas que ameritan una posición  casi ideológica, como el fútbol, la política y la religión. Por eso, ayudados por el etílico abundante no pocas cenas terminamos medio trenzados y muy enojados pensamos lo pelotudos que son los otros, que no entienden nada.
Cuando asumió Francisco, el Papa argento, obviamente no fuimos ajenos a las repercusiones y la sobremesa  de aquel viernes fue un extenso debate sobre las implicancias en nuestras vidas de que la Iglesia Católica tuviera nuevo mandatario y que justo, fuera argentino.
Entonces, recordamos la venida de Juan Pablo II, nuestras comuniones y confirmaciones, hablamos de la última vez que cada uno había ido a misa, que coincidía con el bautismo de alguno de los hijos nacidos en los últimos años. Yo fui quien sacó el tema de Acción Católica y aunque muchos habían pasado por esa experiencia, parecía como borrada de sus memorias. De a poco nos acordamos de los campeonatos de fútbol y de los famosos campamentos de verano. En un momento, se precipitaron en mi memoria y en la de Pablo unas imágenes que ambos teníamos guardadas pero que nunca habíamos recordado.
 Pablo estaba saltando a una varilla, de esas de caña, finitas, de las que duelen mucho si te pegan. Pablo saltaba sin parar porque uno de los más grandes lo estaba castigando, seguro había dicho una mala palabra, o se había agarrado con otro pibe por la pelota. Cosas de chicos, obvio. Pero los saltos de rana, lo de aplaudir cardos con la mano o arrodillarse en maíz no eran los únicos castigos posibles. Te podían poner a esquivar una varilla durante media hora si querían y si no tenías buenos reflejos, te volvías a tu casa con las medias bien arriba para que no se vieran las marcas rojas en las pantorrillas.
De a poco me fui acordando de algunos ruidos, de los gritos de los otros chicos que seguían jugando en la canchita al fútbol, medio lejos.Recordé que yo estaba en el partido, pero que cuando vi que se lo llevaban a Pablo, salí de la cancha y  los seguí, quedándome cerca de su penitencia. Quizás los más grandes no se habían dado cuenta de que yo estaba allí, o tal vez sí lo sabían, y pensaban que el amedrentamiento funcionaría por partida doble si me dejaban estar en la escena.
Pablo saltaba con tanta bronca e impotencia, que aún con el esfuerzo que hacía para esquivar la varilla, tenía restos para llorar. Yo, lloraba en voz baja, con mucha culpa por no poderlo ayudar. En estos treinta años que pasaron, jamás habíamos hablado de aquello.
Esa noche en el asado, Pablo me dijo que la sensación que le había quedado de aquella vez, es que yo había sido el único que se quedó a su lado, el único que prefirió ver a seguir jugando, el único que lo estaba acompañando. Aunque en ninguno de los dos lugares, allí o jugando al fútbol, hubiera podido hacer nada. Tal vez por eso, aun con todas los peleas de la adolescencia y las veces que cada uno pensó que el otro era un boludo, seguimos siendo amigos.
Yo recuerdo la imagen de Pablo saltando la varilla y llorando, y entonces vuelve esa sensación en mi cuerpo de la arbitrariedad, de lo impuesto, de lo débil que sigo siendo para evitar lo que me duele.
Pero al menos, una de esas tantas noches de vino, asado y repeticiones en las que parece que no se dice nada nuevo, que no hablamos de presente sino de puro pasado, he podido responderme por qué dejé de levantarme tan temprano los sábados y algunas cuantas elecciones que hice en los años que siguieron.



Presencia




Después del suspenso
acostumbrado
ritual
en estas tierras
llegó nomás
por fin
la primavera
y en los suburbios renovados
de las ciudades
maldice su infortunio
la horda de poetas 
circunstanciales
esos cronistas mezquinos
de escarchas
y tempestades
que deambulan 
abrigados todavía
por los viejos
trastocados arrabales
confirmando de repente
sus sospechas
constatando sin remedio
fatalmente
su vigencia:
se acabó el juego habitual
de llenar con palabras
una ausencia
la súbita evasión
estacional
de la materia
la fuga
el retiro
el abandono
la sustracción temporal
de la apariencia
qué poco hay que decir
cuando florece
el campo
y la verdad se manifiesta.

Algo que escribí sobre Luján



                  Foto: Emanuel Diez


No me gustaba la cáscara de naranja mezclada
con la yerba y el pañal en los tambores de chapa
cuando pasábamos por los recreos de tierra
coronados por la vuelta al mundo y la aerosilla.
ni el olor del asado que terminó hace rato
ni el sol del invierno con el río estancado.
Las cumbias y los pasacassettes en los hombros,  
el pelo con gel no eran nuestros.
Pero estaban y sabíamos.
Que era sólo los domingos.
El día del pueblo prestado.
Ahora los quiero de vuelta
Porque me acecha
Me acosa
El auto cero kilómetro embotellado
Y me pega en la cara
La ropa deportiva cara
Los anteojos de sol
El Mac Donalds con perros y chicos en la calle
y su manguera con desperdicios
Para mostrarnos
Toda la fe que tenemos que amontonar
Para seguir creyendo
Que algún día van a volver a ser
La naranja, la yerba y el asado
Los desechos en los tambores.

Elogio de las redes y de la multiplicidad de voces



Hoy tengo ganas de hablar de nosotrxs, lxs que hacemos este blog. Ya van tres acciones concretas que hacemos como grupo fuera de la Calle de la Luna. La primera acción fue en el homenaje a Dardo Dorronzoro, donde leímos poemas del autor desaparecido. La segunda fue cuando nos presentamos como grupo en el centro cultural Artigas, en el espacio que se da todo los meses y que se llama Liturgia. Y hoy fuimos a la Radio de la Casa a comunicar nuestras ganas de seguir haciendo. Sin embargo, como esta sección del blog es "Y no pidan que lo argumente" y es donde tratamos de hablar de otros autores, también voy a hablar de un autor teórico que me gusta mucho: Michel Serres.
Este autor, en su texto más reciente: PULGARCITA, escribe lo siguiente: "El caos no murmura sólo en las escuelas o en los hospitales, no emana tan sólo de los Pulgarcitos en clase o de los sollozos en paciente espera, sino que ahora llena todo el espacio. Los mismos profesores charlan cuando el director les habla; los internos conversan mientras oyen la perorata del patrón; los gendarmes hablan cuando el general da órdenes; reunidos en la plaza del mercado, los ciudadanos hacen ruido cuando el intendente, diputado o ministro arroja sobre las cabezas su lenguaje convencional. Citen, dice Pulgarcita, irónica, una sola asamblea de adultos de la que no emane, divertido, un barullo semejante.
Saturados de música de fondo, el bullicio de los medios y el griterío comercial ensordecen y adormecen, de ruido lamentable y de drogas calculadas, esas voces reales, más las voces virtuales de los blogs y las redes sociales, cuya cifra incalculable alcanza totales comparables a la población del planeta. Por primera vez en la historia, se puede oír la voz de todos."
Y eso es algo de lo que nos encargamos nosotrxs lxs que hacemos este blog: multiplicar las voces. Si hacemos este blog es para que vos te des cuenta que también podés armar tu grupo, tu banda, tu cofradía, tu lo que quieras y rearticularlo en la web, meterte en el tumulto de los discursos y ser uno más que boga en el medio del murmullo generalizado. Somos menos que sombras pero tenemos un cuerpo que late detrás del teclado y quiere decir, siendo mínimos, imperceptibles, pero en definitiva, decir lo que se nos cante.
Ser imperceptible no es algo malo. ¿Quién puede ser un gran autor hoy en día? ¿Quién puede ser un gran héroe? Hay que abrirse a los empujones en el subte como hay que abrirse a empujones entre los discursos y siempre teniendo conciencia del valor de decir, por cualquier medio, como sea, lo que uno tenga ganas de decir. 
Ya bastante las instituciones están horadadas. ¿En qué creeremos? ¿En los militares, en la iglesia, en los colegios, en las intendencias? Lo mejor es creer en una comunidad invisible pero persistente, que se abre paso a partir de la creatividad comunitaria. Es decir, esto es un elogio de Michel Serres pero también es un elogio de la multiplicidad de voces. ¡Abajo el Ego del autor! ¡Abajo el traumatizante "deber ser" del escritor! ¡Arriba la creatividad! ¡Seamos hormigas surfeando libidinalmente en este mar de voces! ¡Produzcamos más escritores, más lectores, más personas que vivan la vida! Porque para saber que la piedra es piedra, para eso sirve el arte.

Giuseppe




Poco han cambiado las cosas
Pepe
por estos pagos
cuando llueve el campo reverdece
y reclama el trabajo de las manos
prácticamente lo mismo
Pepe
que hace ciento sesenta años
cuando sembrabas verduras en tu quinta
y salías a ofrecerlas en un carro
Pepe
prácticamente lo mismo
pero con más adelantos
nada del otro mundo
francamente
máquinas
motores
una pila de artefactos
acaso más complejos
y más sofisticados
pero ni hablar
del hombre emancipado
Pepe
te sorprendería descubrir
lo poco que las cosas han cambiado
Pepe
somos muchos
más solos
y mejor comunicados
y a lo mejor
es posible
lleguemos a vivir doscientos años
pero no todos
Pepe
no todos
engordan el rebaño
acaso las familias bien constituidas
que con trabajo y esfuerzo
progresaron
Pepe
y cambian puntualmente sus motores
sus máquinas
y su pila de artefactos
Pepe
no te imagines
nada raro
sigue lloviendo fuerte en primavera   
y a pesar de todo
nos mojamos
y la hierba crece a todo hora
y nosotros diligentes
la cortamos
Pepe
creéme
no es para tanto
todavía en las calles
la miseria
que transmite esta técnica
de escándalo
Pepe
en cierto punto
nos superamos
y es poco lo que sabemos
de todo
cuanto tocamos
y hay días en que el tiempo
nos aterra
y hay noches
que se escapan de las manos
por eso
Pepe
volvemos a aferrarnos a la tierra
y al fin de cuentas
nos encontramos
no tan distintos
vos y yo
Pepe
promediando los treinta
miramos al cielo
plantamos tomates
y esperamos otra guerra.

Esperando al Precursor de las Aguas



Estoy embarazada. De ocho meses, más o menos. Quizás como éste es mi segundo embarazo, ha sido bastante más estable que el primero. Ahora, ¿qué significa eso de la estabilidad? Que nunca dudé de que éste  fuera el momento perfecto para estar embarazada, nunca dudé de mi compañero, ni de lo hermoso que será darle a mi hijita un hermano y nunca dudé de que nuevamente pariría. Para alguien que vive a través de las dudas y contradicciones, tanta estabilidad en algún aspecto, se sostiene con sombras en otros lugares. Entonces aparece nuevamente el miedo a no poder escribir, una especie de  temor a que las palabras vuelvan a ser tan sólo ese lugar de oralidad y monólogo con los otros. El fantasma  de nunca más tener una idea, o lo que es peor, tener muchas ideas que vayan pasando por mi cabeza, que imagine cómo escribo, cómo encaro un relato, cuál será la voz narrativa, los tiempos, el tono. Que aparezcan los coloquiales diálogos en mi cabeza y ya no pueda sentarme a escribir. Y aunque estas mismas líneas son tal vez el signo por excelencia  de que es difícil que así ocurra realmente- porque hace ya más de un mes que no escribo y aunque he dado vueltas, lo estoy haciendo nuevamente- , no puedo dejar de llorar. Estoy llorando por la posibilidad de vivir una vida sin relatos, por la posibilidad de que las responsabilidades de la vida adulta plena me impidan escribir (llamo vida adulta plena a aquella en la que los adultos nos hacemos cargo de nuestras vidas y de la vida de nuestra descendencia, sean hijos propios o ajenos. Porque la idea de propiedad o su reverso la ajenidad, no debería existir para la infancia).

Entonces pienso en la relatividad de los temores y de cómo puede ser que esté más preocupada por eso, que por cómo he de parir, por ejemplo. Muchas mujeres a esta altura tendrían un bolso preparado por si hay que salir corriendo a la clínica con las primeras contracciones, tendrían por lo menos comprado un camisón presentable para cuando te visiten los parientes y quizás hasta la cuna armada. Y no es que  no piense en esas cosas, todo lo contrario.  Me las imagino tan claramente, que sé que llegado el momento  sólo habrá que actuarlas.

Pero la literatura no funciona como la vida y eso es quizás lo que hoy me preocupa. Al estar tan conectada con los actos cotidianos, con los qué-haceres, con la pura animalidad de la inminencia fisiológica de un parto, con amamantar para alimentar, puede que desaparezca ese metamundo que siempre me ha acompañado. Esa especie de nube de relatos que conviven con mi animalidad. Y lo que es peor, que quizás persistan, pero que no encuentre el momento, el espacio o las fuerzas para sentarme a escribir. Y cualquiera que lea esto, pensará que estoy hablando de la escritura casi como si fuera un acto heroico. Y así lo creo.

¿Tendré, luego de finalizar estas líneas, el coraje de sentarme nuevamente a escribir? ¿Seré capaz de contar una historia, que empiece en algún lado y termine en otro distinto y que además quizás tenga la virtud de portar alguna minúscula novedad en un universo donde casi todo ya ha sido nombrado alguna vez?

De todas maneras no tengo opciones. Necesito desconectar de a poco mi neocórtex, dejar toda esta racionalidad occidental que me gobierna los más de los días y que aparece aún en momentos en los que creo ser pura sensibilidad y cuerpo.

Porque el único momento en el que he sido verdaderamente puro cuerpo, ha sido en mi parto. Y así será nuevamente, aunque no esté de moda parir.

Y cuando hablo de parir pienso en eso de dejarse llevar por un tiempo que no es el tiempo de la vida productiva, los tiempos del capital y el trabajo, no es el tiempo ni siquiera de los relatos. El tiempo de parir es un tiempo desconocido, una nunca sabe cuándo ocurrirá ni cuánto durará. Si será de día o de noche, si hará frío o calor. Si nos sorprenderá cocinando, mandando un mail, haciendo el amor o bañándonos. No sabemos si serán unas pocas contracciones o largas horas de espera, y aunque esto último sucediera, tampoco nos daríamos cuenta. Porque cuando una pare, pierde la dimensión del tiempo. Parir es entregarse a eso que lxs que nunca han parido, llaman dolor. Porque para mí, ese caudal de sensaciones, ese cuerpo que se abre, esos dos animales que pujan por abrirse camino, todo eso, no puede ser nombrado de la misma manera que un dolor de muelas, un calambre o un dolor de cabeza. Debería existir otra palabra para nombrar la intensidad de un parto. 

Para alguien que vive su vida pensando relatos y luego materializándolos en escritos, es muy difícil dejarse llevar por lo puramente corporal. Además mi naturaleza occidental, en la que todo se planifica o se compra, siempre intenta intervenir en esto. Aunque sea en los sueños.

Y aquí estoy en esta pulseada, que por suerte ha de ganar mi cuerpo, estoy segura. Preparándome para parir y por un tiempo, no sé cuánto, dejar a la literatura que siga su rumbo de ficciones organizadas. Y de a poco desorganizarme, partirme, pasearme desnuda jadeando en posiciones extrañas, pujando para que mi hijo se asome al mundo. Como el precursor de las aguas.   


Flor de Cardo. Septiembre de 2013

Claroscuro





Día
Mientras sumo
millas de piernas
repartiendo explícito
la voluntad
de ser un asalariado
ofreciéndome baratito
aclarado en negritas
"pretensiones: mínimas"
Mientras camino, decía,
pienso
que cerca de donde ando
unos monjes se recogen
en silencio
y recomienzan la oración.


Noche
Puntualidad sagrada:
Otra vez las campanas
me arrancan de mis desvaríos
Y cuarto y media menos cuarto y en punto
cuatro veces por cada hora
de insomnio
El sagrado campanario
de enfrente
llena la pieza
de presagios predecibles.

Escena de amanecer como tragedia




Sabía que iba a pasar. Sabía que esto había sido el fin de todo. Que así terminarían los días de emoción, ansiedad, taquicardia. Que así terminaba lo luminoso de la vida. Pero era mejor de esa forma que con una llamada o un mensaje de texto. ¿Era mejor de esa forma que con un mensaje de texto o una llamada?¿Una despedida de la vida con lo mejor que tiene la vida?
Antes del amanecer. Y después, nunca más.
Estaba a su lado aún, en la cama, mirándola con los ojos muy abiertos. Casi sin pestañear. Con una lágrima atrancada. La garganta tragaba saliva.
La de ella también. Respiraban el miedo.
De repente sucedió. La luz de la cortina se definió. Definitivamente el negro se había transformado en azul. Se miraron.
También cantó un pájaro.¿La alondra o el ruiseñor? ¿Iban a caer en la eterna discusión de Romeo y Julieta?
Claro que no.
Despacio se levantó. El cuerpo desnudo que no vería más.
Se puso los pantalones, ajustó el cinturón, afuera todo más luminoso, y su perfil recortado contra la claridad. Levantó la camisa del suelo. Ahora estaba sentado en la cama de espaldas y prendía los botones. Se inclinó por los zapatos.
Más luz. Se levantó. Abrió la puerta. Su espalda se detuvo un segundo. Cerró la puerta para siempre.

Bandada



Llegan en bandadas
las aves
cuando llueve
cuando la fragua del hombre
se detiene
y el pulso inconmovible resignado
se traslada
al refugio obligado de los techos
que con mucha
o poca suerte
protegen las miserias
de las casas
y la tierra revela su entresijo
y rezuma su espuma 
de abundancia
las aves desembarcan
en los patios
y no hay nada que escape
a su mirada
lombrices abatidas en los charcos
semillas
insectos
esos brotes diminutos
que explotan en las ramas
todo se utiliza
bajo el frío
del otro lado de la ventana
mientras nosotros
aprovechamos
para armar un presupuesto
ordenar papeles viejos
limpiar el cuarto
hacer la cama
los pájaros en el fondo
revolotean
buscan
saltan
como en las horas felices
lejanas
de la infancia
hasta que el agua remite
las nubes se disipan
el cielo escampa
y nosotros
puntuales
volvemos a la carga
y se pierde
como un recuerdo
en los confines de la forma
la bandada.

Litoral




Yo no soy de esos gringos que no saben
cuándo dejar de trabajar
me dice mientras cargamos
las herramientas 
y se frota las manos
rugosas
que le moldearon tres décadas
de trabajo en la ciudad.

Yo no soy de esos viejos chacareros
que aunque ya no hagan nada
madrugan igual
me cuenta
y se acuerda de las diez mil mañanas
en la fábrica
cuando la casa 
era un cuerpo en crecimiento
que había que alimentar.

Ahora trabajo tranquilo
y cuando se hace de tarde
salgo a la puerta
a matear.

No tengo miedo
que me vean paspando moscas
y me tilden de vago
que es lo peor que te puede pasar.

Nadie se conforma
ahora
todos quieren más
dice mientras vamos
cruzando la llanura
por el Camino Real
perdida la mirada
en los surcos puntuales de la pampa
mientras recuerda
su infancia en Villaguay
donde sobraba de todo
me cuenta
menos trabajo
pero estaban los amigos
para ir a pescar.

De quince
quedaron cuatro
me explica
los demás nos vinimos para acá
y acá seguimos
por ahora
en Moreno
en Rodríguez
en Luján.

Cada tanto vuelvo
cuando puedo
una vez por año
si hay suerte alguna más
pero también está cambiando
todo por allá
ahora hay más trabajo
es cierto
pero también menos monte
para cazar.

Ya sabés
gaucho
si precisás algo
donde me vas a encontrar
me dice
mientras se despide
y señala la puerta
entornada del hogar
y acordáte que el precio
lo podemos arreglar
a mi no me gusta cobrar caro
sabés
como dice un amigo
¿para que voy a tener frío
si no me puedo abrigar?